Europa se encuentra ante una oportunidad estratégica para redefinir su papel en la economía global a través del impulso a las empresas de tecnología profunda (deep tech). Según el reciente informe “Europe’s deep-tech engine could spur $1 trillion in economic growth” publicado por McKinsey en octubre de 2025, si los actores del ecosistema europeo —empresas emergentes, gobiernos, inversores e instituciones científicas— logran superar las barreras estructurales actuales, el continente podría generar hasta un billón de dólares en valor empresarial y un millón de nuevos empleos antes de 2030. Una cifra ambiciosa que pone de manifiesto el potencial económico y geopolítico de esta apuesta.

La tecnología profunda se define por la combinación de avances científicos significativos con una fuerte intensidad en I+D, equipos altamente cualificados y una elevada demanda de capital especializado. Engloba áreas como la computación cuántica, la inteligencia artificial explicable, la robótica avanzada, la biotecnología, la energía nuclear de nueva generación o la nanotecnología. No se trata de productos digitales convencionales, sino de innovaciones que requieren años de desarrollo y una estrecha colaboración entre ciencia, industria y capital.

Europa cuenta con varias ventajas competitivas para liderar este nuevo ciclo tecnológico: personas altamente formadas, centros de investigación de referencia mundial y un entorno jurídico predecible. Sin embargo, también arrastra debilidades estructurales: mercados fragmentados, escasez de capital para la escalabilidad, dificultades regulatorias y la ausencia de referentes que inspiren el emprendimiento. A lo largo de las últimas décadas, el continente ha perdido el tren de sucesivas olas tecnológicas —como el software, el comercio electrónico o la nube—, lo que ha contribuido a un menor crecimiento del PIB en comparación con Estados Unidos.

Europa podría generar hasta un billón de dólares y un millón de empleos impulsando el ecosistema de deep tech.

El informe señala que los países europeos que han logrado los mejores resultados en la promoción de empresas deep tech —como Alemania, Francia, Suiza o los Países Bajos— comparten una serie de prácticas exitosas. Estas incluyen el fomento de spin-offs universitarios, la articulación de redes entre academia e industria, y el uso estratégico de fondos públicos para atraer capital privado. Si estas buenas prácticas se extendieran de manera coordinada a todo el continente, se podría consolidar una auténtica “fábrica europea de deep tech”.

Esta transformación no solo tendría impacto económico: también reforzaría la soberanía tecnológica del continente, clave en sectores estratégicos como la defensa, la energía o la agricultura. En un contexto geopolítico volátil, contar con capacidades propias en tecnologías avanzadas se ha vuelto una cuestión de resiliencia regional. Tecnologías como los drones, los satélites o el hidrógeno verde no solo son motores de innovación, sino herramientas de autonomía estratégica.

Pero el camino no será fácil. Se necesitará una colaboración estrecha y sostenida entre todos los actores del ecosistema. Esto implica que los gobiernos europeos no solo diseñen políticas públicas favorables, sino que asuman un papel más activo en la financiación de las etapas iniciales de estos proyectos. Asimismo, es esencial crear un entorno que premie el riesgo y fomente la creación de empresas con ambición global.

El informe advierte de que, si Europa no actúa con decisión, podría volver a perder la oportunidad de liderar una revolución tecnológica. La buena noticia es que esta vez el momento histórico y las capacidades están más alineados que nunca. La carrera por el deep tech ya ha comenzado, y Europa tiene aún la posibilidad de marcar el ritmo.

Sin una acción decidida, el continente corre el riesgo de volver a quedar rezagado en la próxima gran revolución tecnológica.

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